EL CODIGO MAQUIAVELO
Por: Genaro Amerindio.
Érase una vez que en la Europa medieval, se marca el punto de partida de un trazo de la historia que marcaría el rumbo años más tarde, de un incógnito País, desconocida su existencia en aquellos momentos.
En las calles lastreadas de Espania y con atardeceres que acarreaban vientos presagiando tormentas, se aglutinaban los habitantes de dicho pueblo en las calles que desembocaban en el puerto, principal referente de la economía bajo la cual giraba la cotidianeidad del pueblo. Al caer la tarde las cantinas se abarrotaban de marineros sedientos de mitigar sus secas gargantas, producto de la salobre brisa marina y con la ilusión y -bajo el espejismo del alcohol- de hallar en la noche a la mujer anhelada, en cualquier casa de citas, de las tantas que existían.
Prácticamente esta zona de Europa era el destino de muchos aventureros y donde piratas curtidos reclutaban a fornidos marineros que desafiaban los mares por unas cuantas monedas, con promesas de una noche de amor con mulatas portuguesas y licor producido en añejos toneles de madera de pino.
Estos Señores ya en tierra, producían rutinarios escándalos y pleitos, que eran el tormento de todo el pueblo, ya que eran individuos que no reconocían ley alguna, sino, que se deleitaban con el sonido de sus espadas al chocar en las rocas.
En la zona rosa del pueblo, las altas autoridades del pueblo, recibían a Cristóbal Fermín, un marinero con amplio historial de aventurero y de reconocida ambición, y que les relataba que en uno de sus últimos viajes en alta mar, habían recogido de las aguas a un anciano náufrago, que en sus manos moribundas tenia un trozo de cuero y en el mismo, a punta de cuchillo se hallaba grabado un croquis que señalaba, que: donde terminaba el horizonte, en el sitio donde se ocultaba el sol y salía la luna, se oían voces que traía el viento y luces destellantes que las nubes dibujaban en el cielo, cuando el viento cesaba de rugir en las noches estrelladas; el moribundo anciano le había confesado que en dichas islas habían valles y ríos dorados y lindas mujeres.
Ante el cuestionamiento de las autoridades del pueblo, Cristóbal solicitaba a cambio de tres embarcaciones y que se le nombrase Almirante, la mitad del oro que hallara en las nuevas tierras y adicionalmente, que les proponía liberar del erario del pueblo las costas por comidas y ropas, al mantener prisioneros a un montón de vagabundos, de piratas viejos con malas costumbres y que bajo el pretexto de nombrárseles Marineros y ser dejados en libertad, acudirían en tropel a la nueva aventura.
Pensando y hablando entre ellos, las autoridades del pueblo, al margen de promesas de riquezas venideras, vieron que era una preciada oportunidad de deshacerse de una porción de la población, que en vez de producir, significaba un alto costo para los ciudadanos dignos y, acceden a las peticiones del ambicioso y frustrado marinero, ya entrados en años.
A los pocas semanas en el puerto principal de la ciudad se agolpaban los tipos desempleados, los vagabundos que dormían en las aceras; y rodeados de muchos gendarmes bien armados, un nutrido grupo de prisioneros, aun con sus ropas distintivas, y a los que se liberaba de sus manos atadas, hasta que traspasaban la rústica y gruesa puerta de madera trasera de los barcos. A la orilla del muelle, pintorescamente habían damiselas pintarrajeadas que los despedían agitando pañuelos de variados colores y en cuyos rostros se marcaban con una mezcla de alivio y desazón. Y se hicieron a la mar.
Días después y de manera accidental, gendarmes del barco La Pinta descubren en la oscuridad de la noche, en la sucia cocina, a un joven polizón, que se había infiltrado sin importar qué motivaba el viaje ni el rumbo al que iban. De inmediato el jovenzuelo fue trasladado ante Cristóbal Fermín, que ya sentía el peso de la soledad y medio molesto, le sentencia que iba a ser pasto de los tiburones por semejante atrevimiento de colarse en su embarcación. El joven balbuceante le implora perdón y le dice que no recuerda, cuándo por última vez, había estrenado ropa decente y comida caliente, que lo dejase seguir en la aventura oceánica y que a cambio, le distraería con sus artes de titiritero, arte por demás, con las que se ganaba el pan en las aciagas calles de los pueblos que recorría sin saber ni como se llamaban. Cristóbal Fermín, siente cosquilleos de curiosidad del añejo niño que lleva por dentro y le dice que le suena interesante la oferta. Le pregunta su nombre: todo trémulo, el joven polizón le dice llamarse: Juan Pérez de La Concha.
Vale mencionar la gran algarabía, al cabo de meses a la mar, que sintieron los facinerosos al descubrir la desconocida tierra, pensaron ellos y la llamaron así: Atlántida. El propio viejo Cristóbal Fermín, embriagado de licor y riquezas nuevas, embarcaba de vuelta a Espania barcos llenos de oro, no con la mitad ofrecida, sino, menos de la tercera parte saqueada de los pueblos. En cada nueva isla que hallaban, Fermín iba dejando a un fiel súbdito como Intendente, bien aleccionado de la forma de repartición del botín.
En una de las últimas islas, a la que bautizaron Costa Faro, y con cierta tristeza, ya que le había tomado mucho cariño, deja a Juan Pérez de La Concha, ya a esas alturas, un hombre.
Era este, Juan Pérez, un asiduo devorador de libros viejos que hablaban de magias, de esoterismos, de Nostradamus, de artes dominatorias de la mente y producto de las lecturas a altas horas de la noche, descuidaba su aspecto y apariencia. Vale decir, que no era un tipo agraciado, más bien, él se frustraba de su aspecto y pese a tener oro y joyas escondidas, no hallaba en el pueblo, nativa que le pusiera atención. Esto, marcó mucho el carácter de Pérez de La Concha y hizo que, adicional a creer en la reencarnación, se creyese heredero de poderes mentales y hacia desplantes ante sus amigos, de que tenía poderes hipnóticos y solía repetir a menudo, que en su anterior vida había sido Rey y de haber tenido un ejercito de sirvientes. En cofres viejos hallados de una embarcación Hindú, se embelesó con centenares de libros de un juego de estrategias y de guerras y se dió a hacer figurillas talladas en madera que representaban reyes, súbditos y caballerías. Esta afición marco la segunda parte de la vida de De La Concha, hasta sus postreros años.
Años mas tarde en Costa Faro, y ya abstraído, el que se creía Rey, idea para tener más tiempo para su nuevo pasatiempo, nombrar un Consejo de Directivos, para que se ocupen de las trivialidades de manejar aspectos del gobierno y así, él dedicarse a viajar para recibir honores en las Islas vecinas. Ciertamente, y para justicia del libro de la historia de los pueblos, Juan Pérez de la Concha, era un tipo de una inteligencia muy aguda, muy especializada en sus aficiones por lo mental y ahora, por el nuevo juego, vanagloriándose de ganarle a toda la soldadesca, que temerosos de su mal carácter ó temiendo que les hiciese un embrujo, se dejaban ganar una y otra vez.
Este Consejo de Directivos, tipos de poca imaginación y de poca iniciativa, se sentían honrados de que el Máximo Jefe Local y representante de La Corona, les distinguiese al parecer con tan alta designación, y se sentían importantes, a muchos de ellos, les llenaba tan sólo, el tener una excusa para poderse fugar de los dominios tiránicos de la mujer de la casa y tener con la salida, una excusa para comer y beber gratis, en abundancia.
A las primeras reuniones, se hacia presente Juan Pérez de la Concha, con la finalidad de aleccionar a los civilizados nuevos vagos, más adelante conocidos en el libro de la historia como burócratas, y que obviamente toda democracia y nueva forma de gobierno traía consigo –desgraciadamente- y en el silencio de su aposento, De la Concha ideó un perfil de cómo iban a ser y actuar, los nombrados en dicha directiva. Les fijó reglas claras y a punta de cuchillo en un nuevo trozo de cuero gastado les escribió el manual y el decálogo de lo que tenían que hacer cuando simulasen estar reunidos. O sea, casi nada, por que las ordenes él se las iba a hacer llegar al que se sentaba a la cabeza de la mesa. Como paga, unas cuantas monedas de oro y el poder cambiarles el mote como se les llamaba en el parque del pueblo, por un nombre decente en el registro de ciudadanos y de vez en cuando, mandarlos a conocer nuevas islas.
Hacia varios lustros que Cristóbal Fermín había muerto de un ataque de pánico acaecido en medio de uno de sus sueños, donde tenia la pesadilla que Juan Pérez de la Concha se eregia nuevo Caudillo, despojándole con ello, de las amañadas y mal habidas riquezas desvalijadas a los pueblerinos. Ya Espania no era potencia y había sido conquistada por ciudadanos vikingos y que habían fundado el feudo de Ruskia. Nueva potencia a la que necesariamente todas las islas debían de pagar un tributo, incluida obviamente Costa Faro.
De la Concha, cansado de viajar y de compartir con los aburridos Directivos, con los cuáles les daba pereza conversar, dada las limitaciones de conocimientos de historia y de cultura, que tenían, ya que las reuniones lejos de hablar del ordenamiento de ideas, planes y proyectos, se dedicaban a contar historias de conquistas femeninas -inventadas muchas de ellas- y de chistes malos. Por eso, trás uno de sus viajes nombra como Cabeza del Consejo del Pueblo a Diego Humareda de La Cresta, quien se pavoneaba de ser muy habilidoso engañando a los pueblerinos, dada su facilidad de palabra.
Este nombramiento, fue el principio del fin del ya ahora canoso y arrugado Juan Pérez. Diego Humareda, comenzó a pretender a escondidas y a sus espaldas y alentado por muchas de sus ausencias, y por medio de regalos de pulseras y cadenas, a los bucólicos compañeros del Consejo para que se levantaran en contra del dominio del sicótico Pérez de la Concha; lo que no sabían los incautos directivos era que en realidad dichas joyas tenían baños dorados falsos; Humareda anhelaba en sus adentros, que una vez desapareciese Pérez de La Concha le nombrasen Administrador Absoluto del Gobierno.
A oídas de Juan Pérez llegó la infausta noticia de la trama de Humareda y pasó noches enteras, en la soledad de su camastro, llorando la traición y a la mañana siguiente, le retó a un duelo, con el tipo de armas que Diego Humareda escogiera. Astuto y cobarde, Humareda dilataba la respuesta en espera de que los achaques le cobrasen antes, la vida a su antiguo mentor.
En la personalidad de Humareda, que para nada era apto para regir los destinos del pueblo, dada su incultura y su ya conocida lengua sibilina, guardaba en su oscura alma la envidia, de que pese a sus orígenes, Juan Pérez había desarrollado dotes histriónicas y de amplio dominio sicológico de las masas y le irritaba ver en las vitrinas de las ventas de libros, un manuscrito que con sus últimos hálitos de vida, escribió De la Concha y que había titulado -queriendo honrar con ello- a un contemporáneo de quien había oído hablar a marineros de otros países, de un tal Nicholas Maquiavelus: y en su honor lo tituló: El Arte de la Manipulación.
Diego Humareda, no era muy querido por el pueblo, ya que en los bares del pueblo se decía de que hablaba más que la mujer que cada uno de ellos tenían en la casa y que sólo tonteras proponía en el ya aburrido y arcaico Consejo de Directivos. Y lo que no le gustaba al pueblo era que hablaba mal de su mentor y a escondidas en las esquinas. Solía decir a cuanto pueblerino se encontraba que, de joven Pérez, había sido un brujo y que encantaba con hechizos y entierros, a los jóvenes para que nunca le ganaran en el juego milenario de la India y que se convirtió en la obsesión en vida decir que su mente era superior.
Juan Pérez de la Concha, consciente de que le quedaba poco tiempo de vida, mandó a traer del pelo a Humareda y en la cumbre del Cerro de La Cruz, bajo la luna llena, planeo el ansiado duelo de muerte, a pistolas.
El padrino del duelo, un amigo de ambos, Fortunato de la Vega, cansado de ambos, y habiéndole cobrado a ambos una fortuna, por ponerle una bala falsa al rival y de plomo real a la otra, les jugó una jugarreta a ambos y cargó ambos revolverse con una bala explosiva, ésta si, bañada del metal plata verdadero. De la Concha, escogió primero estar de espaldas a la luz que arrojaba la luna llena, para ofrecer menos puntería, Humareda en su desesperación ante lo inevitable, goteaba gotas de agua amarillescas por sus botas y en un último intento, se le ocurre irritar a su rival recordándole a gritos su fealdad, misma fealdad que le había impedido toda la vida de amores. Esto surtió efecto y en la cara de Pérez se dibujó la furia y antes de terminar el conteo de tres, que a grito pelado, el padrino gruñía, desenfundaron ambos a la misma vez, disparando simultáneamente, hiriéndose de muerte ambos. El disparo de Humareda dio en una piedra y para mala suerte de su mentor, de rebote se empotró en su frente; y el disparo de Pérez le entró a Humareda arrancándole la lengua, que quedó colgada de la rama de un árbol.
Abajo en la ciudad, una quietud y un silencio sepulcral. Al bajar Fortunato de la Vega y decirles el desenlace, se armó tremenda fiesta en el pueblo y todos bailaban y se felicitaban de que ambos tiranos desaparecieran de sus vidas, sabían que el nuevo día iba a salir el sol por el mismo lado, nada mas que mas brillante y caluroso.
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